Buscar la felicidad egoísta parece destinado al fracaso por varias razones. Primero, desde el punto de vista de la experiencia personal, el egoísmo, que nace de un sentimiento de importancia propia exagerado, se convierte en una fuente constante de tormento. El egocentrismo y la autoestima excesiva multiplican nuestras esperanzas y temores y nos hacen preocuparnos por lo que pueda afectarnos. La obsesión con el ‟yo”, con el ego, nos lleva a magnificar el impacto del acontecimiento más insignificante en nuestro bienestar, y a ver al mundo en un espejo distorsionado. Proyectamos a nuestro alrededor juicios y valores fabricados por nuestra confusión mental. Estas proyecciones constantes no solo nos hacen sentir miserables, sino también vulnerables a perturbaciones externas y a nuestros propios pensamientos habituales, que nos llevan a sentimientos de malestar permanente.
En la burbuja del ego, hasta la menor molestia se exagera. La estrechez de nuestro mundo interior significa que, al chocar constantemente contra las paredes de esta burbuja, nuestros estados mentales y emociones se magnifican de una manera desproporcionada y abrumadora. Hasta el menor motivo de alegría se convierte en euforia, el éxito alimenta la vanidad, el afecto se convierte en atadura, una falla nos hunde en la depresión, la desaprobación nos irrita y nos vuelve agresivos. Carecemos de los recursos interiores necesarios para manejar las altas y las bajas de la existencia de manera saludable. Este mundo del ego es como un pequeño vaso de agua: unas cuantas pizcas de sal bastan para hacerlo imposible de beber. Por otra parte, alguien que haya reventado la burbuja del ego es como un gran lago: un puñado de sal no cambiará en absoluto su sabor. En esencia, el egoísmo hace que todos pierdan: nos hace infelices y, como resultado, pasamos esa infelicidad a quienes están a nuestro alrededor.
La segunda razón surge del hecho de que el egoísmo no coincide con la realidad. Descansa en un postulado erróneo de acuerdo con el cual las personas son entidades aisladas, independientes entre sí. La persona egoísta espera construir su felicidad personal en la burbuja de su ego. Básicamente se dice a sí misma que ‟a cada uno de nosotros nos toca forjar nuestra propia felicidad. Yo me haré cargo de la mía, tú hazte cargo de la tuya. No tengo nada en contra de tu felicidad, pero no es algo que me importe”. El problema es que la realidad es bastante diferente: no somos entidades autónomas y nuestra felicidad solo puede formarse con la ayuda de los demás. Incluso si nos sentimos como si fuéramos el centro del mundo, ese mundo sigue siendo el mundo de otras personas.