Entre todas las maneras torpes, ciegas y extremas en las que construimos la felicidad, una de las más estériles es el egocentrismo. Romain Rolland escribió «cuando la felicidad egoísta es el único objetivo, la vida pronto deja de tener metas». Incluso si mostramos todas las señales exteriores de felicidad, nunca seremos verdaderamente felices si nos desasociamos de la felicidad de los otros. Esto no quiere decir que debemos negar nuestra propia felicidad. Nuestro deseo de felicidad es tan legítimo como el de cualquier otro. Y para poder querer a otros, debemos aprender a querernos a nosotros mismos. No se trata de extasiarse con el color de nuestros ojos, nuestra figura o un rasgo de nuestra personalidad, sino que consiste en reconocer el deseo de vivir cada momento de la existencia como un momento de realización con significado. Quererse a uno mismo es querer a la vida. Es primordial entender que alcanzamos la felicidad cuando hacemos felices a los demás.
En resumen, el objetivo de la vida es un estado profundo de bienestar y sabiduría en todo momento, acompañado con el amor por cada ser y no por ese amor individual que la sociedad moderna inexplicablemente nos inculca. La verdadera felicidad nace del bien esencial que sinceramente desea que todos encuentren sentido en sus vidas. Es un amor que siempre está disponible, sin aparentar o sin interés propio. La simplicidad inmutable de un buen corazón.