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Los trágicos defectos de la tortura

La tortura continúa siendo una práctica utilizada ampliamente en todo el mundo como una manera supuestamente eficaz de extraer confesiones de personas presuntamente culpables. La tortura ciertamente sirve para obtener confesiones. El problema es que las confesiones obtenidas generalmente están lejos de la verdad. En numerosos casos, la persona torturada confiesa algo como la única manera de conseguir que el espantoso dolor acabe. A menos que la exactitud de la confesión pueda verificarse fácilmente, en la mayoría de los casos el que ha torturado no se encuentra en una mejor posición para averiguar la verdad que aquella en la que se encontraba antes de infligir la tortura.

La razón es que una persona culpable puede ya sea 1) hablar y decir la verdad porque no puede soportar el dolor o bien 2) no hablar debido a que tiene suficiente resistencia para guardar el secreto. Una persona no culpable puede ya sea 1) hablar y confesar algo que no ha hecho porque no puede soportar el dolor y sencillamente quiere evitar más tortura o 2) no hablar y resistir el sufrimiento porque no quiere confesar algo que no ha hecho.

Como escribió Michel de Montaigne en su obra «Ensayos»: «Las torturas son una invención perniciosa y absurda, y sus efectos, a mi entender, sirven más para probar la paciencia de los acusados que para descubrir la verdad. Aquel que las puede soportar la oculta, y el que es incapaz de resistirlas tampoco la declara; porque, ¿qué razón hay para que el dolor me haga confesar la verdad o decir la mentira? Y por el contrario, si el que no cometió los delitos de que se le acusa posee resistencia bastante para hacerse fuerte al tormento, ¿por qué no ha de poseerla igualmente el que lo cometió, y más sabiendo que en ello le va la vida?

De hecho, la dudosa información extraída por medio de la tortura puede a veces ser fatal para quien ha hablado solo para aliviarse del terrible dolor. A modo de ejemplos:

En un programa emitido el 6 de octubre de 2006, la BBC World Service entrevistó a una desconsolada madre china, cuyo hijo de 19 años de edad había sido sentenciado a muerte y ejecutado a la semana de haber sido sentenciado por un crimen que no había cometido pero que había confesado bajo tortura. Un mes después, se reveló el verdadero asesino.

También en China, otro hombre, que había sido sentenciado a muerte por haber matado presuntamente a su esposa, relató: «Me torturaron y me privaron del sueño durante diez días y once noches sin descanso. Al final, solo quería morir. Perdí la voluntad y habría dicho cualquier cosa que quisieran». Fue una de las escasas personas cuya sentencia de muerte fue conmutada por cadena perpetua. Pasó once años en reclusión en solitario hasta que su esposa finalmente apareció en la aldea, vivita y coleando. Sencillamente, se había ido y se había casado con otro hombre.

En un reciente número de «Newsweek», del 20 de junio de 2011, Christopher Dickey informó que un miembro de Al Qaeda, Ibn al-Shaykh al-Libi, había sido torturado por el servicio secreto egipcio bajo el régimen de Mubarak, hasta que confesó que había vínculos operativos entre su organización y el dictador irakí Sadam Husseim. Esto era lo que el servicio de inteligencia estadounidense del presidente George W. Bush quería oír. Sin embargo, el hecho es que en realidad esos vínculos eran inexistentes. «Me estaban matando», según una declaración de Al-Libi hecha posteriormente al FBI. «Tenía que decirles algo», añadió. A pesar de que todo esto ya se sabe, muchos continúan defendiendo y practicando la tortura.